Habíamos ganado la guerra

Los buenos libros de memorias o autobiográficos son aquellos que se leen como una novela de ficción (todas las vidas son dignas de ser contadas y con las experiencias cotidianas más sencillas en apariencia se pueden construir hermosos paisajes y literarios) y los que trascienden la vida de su autor para ofrecer un retrato de una época concreta. Cumple ambos requisitos Habíamos ganado la guerra, la autobiográfica novela que la editora y escritora Esther Tusquets, fallecida hace tres años, publicó en 2007. En ella, la máxima responsable de la editorial Lumen durante cuatro décadas recuerda su infancia y adolescencia. Comienza la obra con el recuerdo de la victoria de Franco en la Guerra Civil, la entrada de las tropas franquistas en Barcelona y la alta sociedad de la ciudad condal, la burguesía a la que ella pertenecía por nacimiento, festejando la victoria. "Habíamos ganado la guerra" es la primera frase de la obra, una afirmación que encierra todo el sentido del libro, esa sensación constante de no sentirse a gusto en la clase que le corresponde, ese no ubicarse donde, en teoría, le correspondería. 

Narra Esther Tusquets con un estilo directo sus primeros años de vida, esos que, según dicen los expertos, son los que marcan nuestra existencia pasada. Y hace un ajuste de cuentas con la burguesía catalana de aquella época, con la mojigata Iglesia, con su desprecio hacia los vencidos de la contienda civil. Se presenta la autora como una niña introvertida, extraña, a la que desconciertan desde muy pequeña algunas actitudes que observa. "Yo no tendré criada", cuenta que decía en una casa donde había mujeres encargadas de la limpieza, de cuidar a los niños y hasta de llevarlos a misa los domingos. Mira al pasado Esther Tusquets con esa visión irónica que adoptamos cuando analizamos nuestros actos de hace años, tratándonos bien y moldeando nuestros recuerdos, pero también con el espíritu crítico y la valentía que dan los años. Valentía para contar que se creía en lo que ya no se cree. Que se hizo lo que jamás se volvería a hacer. Que se buscaron caminos que nunca más se volverán a recorrer. 

Es impactante, por ejemplo, cómo recuerda la autora a su madre. La ama y la odia. La adora y no le perdona la falta de cariño que sintió de ella. Admira su actitud atrevida, deslenguada, libérrima, poco frecuente en aquella época, abierta de mente. Pero no le perdona sus ausencias ni comprende que viva con un hombre, su padre, al que nunca quiso. Describe, uno por uno, a los miembros de su familia, desde el tío partidario de los nazis y antisemita hasta la tía empeñada en sufrir, en pasarlo mal. Es justa y equilibrada. No es exactamente un ajuste de cuentas, un tirar a dar contra todo lo que compuso su infancia. Recuerda con cariño a una de sus tías, explica cómo desde niña nació su pasión por el mar, la gran pasión de su vida, cuenta, por encima incluso del teatro y los libros. Y eso que en la obra explica la fascinación por esa capacidad de aprender, abstraerse, protegerse y crecer como persona que da la cultura. 

El Liceo barcelonés simboliza bien la lucha interna de la joven Tusquets en su infancia y primera juventud entre aquella clase social a la que pertenecía, pero con la que no simpatizaba. Todo el mundo a su alrededor, todos menos las criadas comunistas y antifranquistas, defiende la dictadura de Francia. Todos son burgueses, pertenecen a un mundo aislado que ha ganado la guerra y toma Barcelona ajeno al sufrimiento, el miedo y el hambre de la otra mitad, o más, de la ciudad. En ese templo de la música, en el Liceo, Esther Tusquets tiene sentimientos encontrados. Le parece, por un lado, la catedral de esa clase social a la que pertenece por nacimiento, pero no por decisión propia, no por sentimiento. Pero, a la vez, allí se emocionó con obras teatrales y de ballet. "Sólo nos interesa el arte que nos hace llorar", pone Tusquets en boca de su hermano esta bella afirmación. Así que ese majestuoso escenario, sufragado por la burguesía catalana, es al tiempo un templo que le recuerda todo aquello con lo que rompió de joven y escenario en el que se apasionó con la ópera. 

Resultan atractivas también las descripciones que la autora hace de sus escuelas, desde el Colegio Alemán, un centro con profesores germanos que no esconden su adoración por Hitler, hasta el resto de escuelas, siempre laicas, en las que estudió. Tusquets plasma en la obra, con arrolladora sinceridad, su proceso de búsqueda. Se sintió atraída por las ideas falangistas y se apuntó a la Sección Femenina, donde encontraba un posicionamiento crítico de izquierdas sin necesidad de romper con la religión, porque entonces era franquista y católica. Ambas creencias se van esfumando. Llegó a hacer ejercicios espirituales para probar cómo sería eso de meterse a monja, pero se agobió en el convento. Y pronto vio también que militando en Falange no podría defender sus ideas, esa posición en el mundo que empezaba a construir y que tanto se alejaba de lo que había visto en casa, un clásico en las familias bien de la España de aquella época, con padres de camisa azul e hijos afiliados a formaciones de la oposición clandestina. 

Narra ese proceso de exploración con desbordante sinceridad, sin arrepentirse de nada y sin ahorrar críticas, pero también sin dejar de reseñar lo aprendido en cada una de estas situaciones. De un campamento de formación nacional (adoctrinamiento en el franquismo) cuenta que desarrolló un compromiso político y una toma de conciencia de las desigualdades y las injusticias gracias a una profesora, Mercedes, que le deslumbró. Y de su cercanía con la Iglesia cuenta que extrae, aún declarándose atea, valores y principios válidos, los de aquella parte de la Iglesia que declara el discurso del amor y no del pecado, del odio, de las infinitas maldades del ser humano. 

Habíamos ganado la guerra es, por tanto, el recuerdo honesto y crudo de los primeros años de vida de Esther Tusquets y, a la vez, una afilada crítica a la burguesía catalana de aquella época, defensora a ultranza del régimen franquista. Ambas visiones, la personal y la social de aquella época, están integradas en un libro donde una autora ya adulta, casi anciana, recuerda sus extravíos, sus palos de ciego, sus rebeldías, su escepticismo creciente y sus amores. Sus grandes pasiones. "Tu no quieres a la gente, tú te enamoras de la gente", le dice su querida tía en un momento de la obra. Y, en efecto, la autora no tiene más remedio que darle la razón. En este libro narra varias de esas pasiones, como el amor por José, su primer novio, con el que pretende seguir saliendo, incluso fugarse, tras enterarse de su homosexualidad, naturalmente, delito terrible y aberración para las mojigatas mentes de la sociedad de entonces. Tusquets se muestra, rememorando ese tiempo varias décadas después, libérrima, reconciliada con su pasado. Es un bello viaje interno que empieza afirmando aquello de "habíamos ganado la guerra" y acaba desvelando que "yo, hija de los vencedores, a pesar de haber gozado de todos sus privilegios y todas sus ventajas, pertenecía al bando de los vencidos". 

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