Atrocidad en París

Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.

Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.

Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes
.
Miguel Hernández

La mente humana no concibe tanta atrocidad, tamaña masacre irracional, semejante fanatismo ciego y alocado. En París a esta hora siguen contando muertos, cadáveres destrozados por siete ataques terroristas coordinados por distintos puntos de la ciudad. Se habla ya de cerca de 130 fallecidos y de al menos 99 heridos en estado crítico. Cada día mueren decenas de personas en distintas ciudades del mundo por el terrorismo, por la barbarie de quienes combaten la civilización, buscan acabar con nuestro estilo de vida e imponer su sectaria y repugnante, en absoluto representativa ni mayoritaria, visión de la religión. La capital francesa se llenó de rabia, miedo y dolor. Ataques suicidas en las inmediaciones del Estado de Francia. Toma de 100 rehenes en una sala de fiestas donde se celebraban un concierto de rock. Tiroteos en las más céntricas calles parisinas. 

El vocabulario se queda corto, es imposible expresar con palabras lo que se siente ante este vil ataque. Miedo, que es justo lo que persiguen los criminales. Pavor a que cuatro fanáticos para quienes somos infieles, seres despreciables, depravados, por vivir nuestra vida, por no profesar su estúpida concepción de la religión, por creer en otros dioses o no creer en ninguno. Para ellos somos enemigos a exterminar. Igual que lo son los cientos de musulmanes que matan a diario, no lo olvidemos, pues aunque dicen actuar en nombre del Islam son los mayores represores de los musulmanes en todo el mundo. Los refugiados que reclaman ayuda a las puertas de Europa huyen precisamente de esta gente, de esta sinrazón de quienes creen que deben imponer su visión cerrada de la vida mediante las armas, a sangre y fuego. 

La sucesión de ataques terroristas de ayer es una atrocidad espantosa que no es sólo un ataque a Francia ni a su luminosa capital. Es un ataque a nuestra forma de vida. Cualquier atentado criminal nos remueve y nos aterra. Pero, sin duda, inevitablemente, lo ocurrido ayer en París nos toca más adentro. Porque podríamos haber sido nosotros. Porque podemos ser nosotros en una próxima ocasión. Porque ayer nos enteramos de la aberración criminal en la capital francesa mientras tomábamos cañas, cenábamos o asistíamos a conciertos igual que las víctimas de los asesinos. Porque esa sala de fiestas, Bataclan, es igual que a la que asistimos esta noche o a la que tantas veces hemos acudido. Porque las personas sentadas en las terrazas, celebrando la llegada del viernes, el comienzo del fin de semana, comparten sentimientos, emoción, costumbres y modo de vida con nosotros. Porque es imposible, y además sería un enorme error de cálculo, no entender este atentado como un ataque a nuestra civilización. 

Europa y Occidente tienen muchas asignaturas pendientes. Muchísimas. Pero esta gente, esta minoría que busca adueñarse del Islam y limpiar el buen nombre de una religión pacífica, espiritual, como todas, pero pervertida y que sirve de excusa para crímenes execrables, como siempre ha ocurrido en la historia de la humanidad, viven instalados en el Medievo. Y quieren llevarnos atrás en el tiempo. Allá donde gobierna el Estado Islámico se prohíbe la música, la mujer vive reprimida, se asesina a los homosexuales, se impone la ley islámica, una regresión de varios siglos atrás en el tiempo, se impide a las niñas recibir la misma educación que los niños... Es esta gentuza la que amenaza nuestro modo de vida. La que pone en riesgo nuestra libertad. Y nuestro modo de vida es el respeto a los Derechos Humanos. Es vivir libres, sin miedo a que unos fanáticos, los bárbaros del siglo XXI, decidan asesinarnos por ser infieles, por no profesar sus aparentes creencias, o eso que disfrazan de creencias. 

Y uno de nuestros valores, tampoco lo olvidemos en estos tiempos, es el escrupuloso respeto a los Derechos Humanos. Y eso pasa por respetar a quienes profesan religiones distintas a la nuestra (que son todas para quienes no tenemos religión). Porque sería un error imperdonable que se mire hacia la comunidad musulmana, pacífica en su inmensa mayoría. Que unos fanáticos asesinen en nombre de su dios, en nombre de su religión, es una lacra para estas personas, una vergüenza de la que en absoluto son responsables. No lo olvidemos. Sería rendirnos ante el terror y sería injusto, terriblemente injusto, que los brutales ataques de ayer en París fomenten actitudes racistas o discriminaciones xenófobas. No nos lo podemos permitir. No debemos tolerar que a nuestra alrededor el dolor se confunda con el odio al diferente ni que las lágrimas se sequen con el paño de la injusta generalización y de la xenofobia. Y esa es tarea de todos. 

El fanatismo islámico, que causa decenas de víctimas musulmanas a diario, es un enemigo difícil de combatir. Que defendamos, naturalmente, que no se caiga en el racismo, no significa que no asumamos que esta minoría fanática de criminales son enemigos. Y que nosotros podemos considerar o no que estamos en guerra, pero evidentemente estos asesinos que toman rehenes en una sala de fiestas, que disparan a quemarropa y a sangre fría a personas que toman copas en bares, que se inmolan rodeados de personas inocentes, sí están en guerra. Contra nosotros. Contra la civilización. Contra nuestro modo de vida. Y es ese modo de vida, esa separación entre Iglesia y Estado, ese vivir libre, esos valores compartidos, lo que debemos defender. Lo de ayer en París es una masacre. Como lo son los asesinatos de civiles inocentes en Siria y otros lugares del mundo. Como lo es la aplicación de la sharia allá donde gobierna el autodenominado Estado Islámico. 

Hoy todos somos París. Hoy, sin ser amigos de patrioterismo ni banderas, todos somos esos asistentes a partido Francia-Alemania que salieron del estado de fútbol cantando La Marsellesa, porque el himno francés fue ayer, es hoy, el himno de la libertad, de nuestros valores. Los testimonios de los supervivientes de los ataques hablan de sensación de irrealidad, de confusión. Nadie concibe tamaña atrocidad. Hoy debemos estar unidos. Contra el fanatismo y contra el racismo. A favor de la vida. De ese algo difícil de describir pero irrenunciable de nuestras sociedades, el saber disfrutar de la vida, el ir de conciertos, el pasear por las calles nocturnas de las grandes ciudades sin miedo. Llamemóslo vivir libremente. Acabo como empecé, recordando los versos de Miguel Hernández, tan oportunos siempre, tan necesarios hoy. Tristes guerras si no es amor la empresa. Tristes armas si no son las palabras. Tristes hombres si no mueren de amores. 

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